
He soñado que volaba. Lo sueño muchas veces. Me gusta volar. Extiendo los brazos perpendiculares al tronco, y sin apenas esfuerzo, moviendo las manos de arriba a abajo, voy subiendo hacia lo alto. Hay veces que me quedo sólo un poco por encima, y voy rozando con los pies las copas de los árboles. Otras, voy muy alta, por encima de las nubes. Voy rectificando rumbo o altura con los brazos. Y me muevo, ligera. Es fácil. Y me siento tan libre, tan suelta. Soñaba eso. Y soñaba con un amigo mío que se murió su padre ayer. Soñaba que íbamos tres amigas al funeral. Era un funeral raro. Entrábamos en una iglesia enorme con muchísima luz. No olía a iglesia ni había nadie. Al cabo de un rato llegaban ellos con heridas, sangrando, su madre, él, su hermano. Habían tenido un accidente con el coche de camino al funeral. Tumbaban a mi amigo entre unas mantas amorosas de color marrón, en un banco. Me acercaba y le abrazaba. Y llorábamos juntos. Abrazados. Le arropaba bien entre las mantas y salíamos volando hacia arriba. Ya no había techo en la iglesia.