miércoles, 30 de diciembre de 2009
Paréntesis
sábado, 26 de diciembre de 2009
Hermafrodita
domingo, 20 de diciembre de 2009
Fotosíntesis
jueves, 17 de diciembre de 2009
domingo, 13 de diciembre de 2009
Café negro

jueves, 10 de diciembre de 2009
Creación
lunes, 7 de diciembre de 2009
Flechas
sábado, 5 de diciembre de 2009
La casa rosa
9.45. Hora del café. A esa hora salía todas las mañanas del banco. Sólo media hora. Antes iba al bar de la esquina, y se tomaba un café, leía un periódico, quedaba con alguna amiga... Pero desde hace ya tiempo esa media hora había pasado de la columna de tiempo haber a la columna de tiempo deber. Cuando no tenía que hacer la compra, tenía que ir a recoger unos pantalones de su marido, o comprar una cartulina para Sofía, o una medicina para Black, que cada día estaba más viejo y enfermo, o un regalo para una fiesta de cumpleaños... Daba igual. No sabía cómo, pero cada día, esa media hora estaba ya cogida.
Ese día salió como siempre. Llegó a Mercadona, con su lista de la compra escrita con un rotulador morado de Sofía y dividida por secciones. Iba haciendo el recorrido del supermercado, como si fuera virtual. Lo veía perfectamente. Entrando a la derecha gel y champú, enfrente pasta de dientes, giro a la izquierda, suavizante, detergente y demás productos de limpieza. Enfrente, agua destilada, bolsas de basura. Giro a la derecha, pan, galletas, cereales, y recto a la izquierda, yogures, mantequilla, a la izquierda, leche... Y así, pasillo por pasillo. Las hacía en orden. Y de esta forma, en menos de quince minutos tenía todo lo que necesitaba en su carro.
Antes, apenas había gente a esas horas de la mañana, sólo alguna persona mayor. Pero ahora estaba lleno. A cualquier hora, estaba lleno. Y de gente joven, mayor, muchos solos, con la mirada perdida y con carros medio vacíos. Quizás el estar allí, y llevar el carro en lugar de la cesta, calmaba de alguna forma el miedo a pasar hambre, a perder esa oportunidad de comprar, de no poder comprar, de no poder vivir, de no poder alimentar a tu familia.
Llegó a la caja. Siempre llevaba ordenado el carro. Limpieza por un lado, lácteos por otro, tetra briks o bebidas... Pero ese día había mucha gente. Y sólo había una cajera. Y todo el mundo parecía tener mucha prisa. Empezó a poner las cosas encima de la cinta negra sin ningún orden, intentando sacar toda la compra lo más rápido posible. Se empezó a marear. La cajera, con unas manos impecables y uñas pintadas de rojo sangre, iba cogiendo la leche, los huevos, el gel, el aceite, sin ningún orden, tal como iban saliendo de la cinta. Para ayudarle, lo empezó a meter en bolsas de plástico. No, no, dijo ella. No utilizo bolsas de plástico, llevo la mía de tela. La sacó, y todo el mundo le miraba mal, porque quizás habían perdido dos minutos en sacar las cosas de la bolsa de plástico y ponerlas en la de tela. Sólo la cajera de las uñas pintadas de rojo sangre le miraba con otros ojos. Disculpe, sólo quería ayudarla, dijo discretamente mientras le ayudaba a meter las pechugas de pollo y las latas de tomate triturado en la bolsa de tela. Gracias, sonrió ella. Empezó a colocar todo en el carro. Estaba desordenado. No podía cambiarlo otra vez. Daba igual. Lo dejó así. Y sacó su tarjeta de crédito para pagar. No llevaba el bolso. Lo dejaba todo en la oficina cuando salía. Ni siquiera llevaba el abrigo en invierno. Sólo cogía su cartera pequeña cuando salía a las 9.45 del banco. La cajera de las uñas pintadas de rojo sangre pasó la tarjeta. La pasó una vez. Y luego otra. Perdone, ¿tiene alguna otra tarjeta? Esta no me la coge. Las personas de detrás ya resoplaban. Se oían los suspiros ya casi desesperados. Pero sobre todo se notaba en el aire. Tenso. Como miles de cuerdas estiradas, demasiado estiradas y a punto de romperse. No llevaba más tarjetas. Ni tampoco llevaba dinero. Ni tampoco le quedaba tiempo. Se acordó de que la semana pasada había pagado la reparación del coche, y que era final de mes, y que se podía haber acabado su límite mensual. Necesitaba llevarse la compra. Luego ya no tenía otra media hora. Sintió que se rompía algo dentro de ella. Algo se soltó, de golpe, sin avisar. Se había roto una de las cuerdas. Se cayó. La cajera de las uñas pintadas de rojo sangre llamó al servicio de atención al cliente. En los últimos meses habían tenido que triplicar el personal en esa sección. Llegó una de las enfermeras con una inyección. Ya está, ya está, tranquila. Le puso la inyección. Ella sólo notó un pinchazo, y luego ya paz, calma. Sintió que no había más columnas, ni más tiempo, ni más carros. Sólo veía las uñas pintadas de rojo sangre que le daban un vaso de agua. Perdone, ¿podrían avisar en mi trabajo y a mi marido por favor? Trabajo en la oficina del Bancoworld de la calle Herrera. Sí, lo sabemos, no se preocupe, ahora mismo les llamamos.
Se la llevaron a la casa rosa que tanto le gustaba. Era un descanso. Eran paréntesis en su vida. Allí le daban pastillas, dormía y paseaba. En los últimos años habían abierto más casas rosas por toda la ciudad, pero esa era su preferida. Había muchos árboles. Cuando salía a pasear se quedaba horas mirándolos.