lunes, 15 de diciembre de 2008

Amor de madre

Yo no tengo miedo a la muerte. Lo había dicho hacía justo una semana en una cena con unos amigos. No, no tenía miedo a la muerte. Y sin embargo ahora estaba allí, tendida en el suelo, sin poder moverme, con mis dos hijas dormidas en la habitación de al lado. Y solas. Sin poder pedir ayuda a nadie. Me había levantado con un dolor horrible, había ido al baño, y de pronto me encontraba tirada en el suelo, con un golpe en la cabeza y sin saber cómo me había caído o cuánto tiempo había estado sin conocimiento. Necesitaba pedir ayuda, que viniera alguien, ya. Las niñas se podían morir del susto si se despertaban y me encontraban allí tendida. Y decía, no, no y no. No me puedo morir ahora. Sí, suena muy dramático. Pero en ese momento, rezaba y pedía con todas mis fuerzas. No, ahora no. Mis hijas son muy pequeñas. No me puedo ir. Todavía no.
Pensé en Araceli, que había aguantado con un cáncer terminal más de cinco años, porque siempre estaba negociando con la muerte. Pedía sólo un poco más. Tenía tres hijas pequeñas y no las quería dejar tan pequeñas. Necesitaban una madre. Y había sobrevivido los tres meses que le dieron los médicos. Y pasaba una comunión. Y pedía, por favor, por favor, sólo un poco más, sólo hasta que pasen las siguientes navidades, o hasta el siguiente cumpleaños, o hasta que la más pequeña empezara primaria. Pero al final llegó el momento. Y por mucho que estuvieran preparados y todos lo supieran desde hace tanto tiempo, se les desgarró el corazón.
¿Cómo describir el amor de una madre? Un amor inquebrantable, que va más allá de la lógica o la razón. Un apego imposible de borrar, ni siquiera de suavizar. Un instinto de protección natural… y muchas veces sobrenatural.
Sigo en el suelo. Empiezo a mover las manos y consigo levantarme. Un sudor frío recorre todo mi cuerpo. Sólo tengo una cosa en la cabeza, llegar a la cama y coger el teléfono para llamar a mi madre. La llamo. Voy ahora mismo, me dice. Y comienzo a encontrarme mejor, estoy totalmente empapada pero ya voy recobrando todos mis sentidos. Vuelvo a llamar a mi madre. Mama, ven tranquila, ya estoy mucho mejor. Llega a casa, estoy tumbada en la cama. Las niñas se levantan al oír su voz. Abu, abu, y vienen corriendo a la cama. Estamos todas, mis hijas, mi madre y yo. Y mi abuela, que aunque ya se fue hace unos años siempre la siento a mi lado y nos sonríe desde la foto que tengo en mi habitación.
No me hace falta nada más. Sólo tenerlas a ellas, a mi lado, felices, y poder quererlas todo lo que pueda, hasta el infinito, como dice Lucía. No, todavía más que eso.
Todo es relativo. Tenemos sueños, luchas, proyectos, contradicciones, días buenos y días malos, pero de repente un día te das cuenta de lo vulnerable que es todo, de lo efímeras que son nuestras vidas. Y te paras, das gracias y como Araceli, sólo pides tiempo y salud para poder querer a las personas que quieres. Todo lo demás es secundario.

1 comentario:

PHAROS dijo...

Cuando se es madre, nunca se está sola en sus pensamientos. Una madre siempre deber pensar por doble - una vez por ella y otra por su hijo
besos