domingo, 28 de diciembre de 2008

Una cena en navidades

Una mesa gigante. Cincuenta personas. Y comida, mucha comida. Vino. Vino blanco, vino tinto, cava. Aperitivos, platos. Risas y villancicos. Chistes. Conversaciones intrascendentes.

Y una mirada perdida.

Todos de la misma familia. Besos y abrazos.

Y esa mirada sigue perdida.

Se sientan alrededor de la mesa. Y así se quedan dos horas. Los platos van cambiando, las botellas se van vaciando. Y siguen allí todos sentados. Llenos y medio borrachos. Y en el fondo cansados y tristes. A Ana le gustaría estar con su novio, a Concha estar con su hijo que está pasando las navidades con su padre, a Juan estar con Pam en su casa de Londres, a Macarena estar con su familia y no con la de su marido, a David estar en casa, solo, tomándose una sopa de ajo, a Jesús le gustaría estar recorriendo con sus dedos el cuerpo de Lucía, a Natalia estar en su sofá leyendo un libro tranquilamente, a Clara estar delante de su ordenador, a Jaime estar haciendo botellón por ahí con sus amigos… Los únicos que parecen estar donde quieren estar son los niños, que ya cansados de estar tanto rato en las sillas, se han levantado y están jugando a saltar peldaños en las escaleras.

La mirada sigue perdida y en un acto de valentía, cuenta para ella misma hasta tres: uno, dos y tres, un breve pero intenso suspiro, que recoge todos los miles de suspiros de los últimos años y, mirando a todos, se levanta. No puedo más, os lo tengo que decir. Todos siguen hablando y riendo. Y María grita: por favor, escuchadme, y se echa a llorar, y todos se callan. De repente todo se ha quedado en silencio. Sólo se oyen las lágrimas de María.

Sois mi familia. Y os lo tengo que contar. Me parece ridículo que estemos todos aquí aparentando ser una familia y que en realidad no seamos más que unos desconocidos. Que todos sepamos cosas de los demás y evitemos preguntar directamente por miedo a estropear un momento que se supone que tiene que ser alegre. Es mucho más fácil no preguntar, no decir, emborracharse y dejar pasar. Pero me parece totalmente hipócrita seguir aparentando algo que no es. ¿Para qué? ¿para protegeros? ¿para protegerme?

Le iban cayendo las lágrimas. Todos seguían sentados, mirándole. Los niños que estaban jugando en las escaleras se habían quedado quietos, sentados, también mirándole.

Y entonces lo dijo.

Y se sintió libre. Por fin. Después de tantos años, después de tantas mentiras, por fin lo había dicho. Ya no se tenía que esconder. Ya no tenía que aparentar. Ya podía ser ella misma. Llamó a Claudia. Ya lo he dicho. Ya no más mentiras. Ya juntas para siempre.

1 comentario:

PHAROS dijo...

una cena de navidad precioso