domingo, 23 de noviembre de 2008

Silencio Blanco

Está jarreando. Lo oigo. Lo huelo. Lo siento. En cada poro de mi piel, en el aire que me entra por la nariz y que llena todo mi cuerpo. Ese aire que me va limpiando por dentro, ese ruido, esa lluvia, que detiene mi mente, que la deja quieta. Y mientras, fuera, el agua lo inunda todo y ahoga en su estruendo las últimas esperanzas de salvación.
Me levanto de la cama. Son ya las nueve de la noche. Una siesta demasiado larga. Pero cuando todas las neuronas de tu cabeza se ponen de acuerdo para hablar a la vez... es mejor dormir, dormir y hacerlas callar, descansar.
Voy al baño. No se oyen ruidos. Leo debe de estar dormido, o trabajando en su despacho o simplemente fuera. Quién sabe. Últimamente ya ni le pregunto.
Me estoy lavando los dientes y noto una mano en la cintura.
--No me toques.
--No te voy a tocar.
--He dicho que no me toques --le digo apartándole la mano de mi cintura.
Estoy cabreada, joder, no se da cuenta. Sí, ha empezado todo por una chorrada. Pero ésta ha sido la última discusión. Estoy harta de ponerme de mala leche por esas chorradas. De que encima me haga sentirme culpable. Somos incompatibles, está claro. Aunque no lo somos en todo.
Él sigue insistiendo... con su mirada... con su presencia... con esa energía que hemos tenido desde la primera vez que nos vimos. Quizá está allí el problema, o la solución… o qué sé yo… ya no entiendo nada.
Me empieza a poner más nerviosa. Sigo con los ojos medio cerrados todavía, descalza. En bragas y con una camiseta de tirantes blanca, intento que mis pezones se relajen, que se aplanen, pero no hay forma, y siguen firmes y desafiantes, no me escuchan. Y me intento mantener de espaldas a él, para que no se dé cuenta de que aunque mi cabeza lucha por olvidarle, mi cuerpo se muere por rozarse con su piel.
-- Cenamos en casa, ¿no? --me pregunta sin ningún tono, sin ninguna emoción, sin nada... son sólo palabras, ya no queda nada más.
--Sí. No me apetece salir. Haré una pasta y ya está.
Pongo agua a hervir. Me agacho a coger una tabla de madera del armario y empiezo a cortar la cebolla. La pongo en una sartén. Luego, el ajo. Sigo de espaldas, pero noto su mirada fija en mí, esa corriente... Sigue allí, apoyado en la puerta, observando. Cojo los tomates, redondos, rojos, y los empiezo a cortar con precisión, como si cada corte tuviera que ser perfecto, como si cada trozo tuviera que quedar simétrico al anterior, intentando mantener un orden fuera que oculte el caos que siento en este momento dentro de mí.
--¿Claudia?
--Si Leo, ¿qué quieres?
--Nada… da igual…
Me vuelvo y le miró a los ojos, y enseguida huyo de ellos. Da igual, esta situación no tiene remedio.
Sigue diluviando. Esta noche no hay tregua.
Saco un espagueti de la olla con la cuchara de madera y lo pongo encima del mármol. Me lo llevo a la boca. Está al dente, perfecto. Retiro la olla del fuego y echo la pasta en un escurridor.
Pongo todos los tomates cortados en una fuente y los sazono. Pimienta negra. Siempre pimienta negra en todo. Con las manos lo revuelvo y pruebo uno. Siempre con las manos. El sabor es distinto.
--Leo, te importaría ir poniendo la mesa
--Sí, ahora …
Termino con la pasta y salgo al salón. Hay velas por todos los sitios, ha llenado todo de luces tenues y de sombras, de naranjas y de fuxias. Se oye la lluvia fuerte golpeando contra los cristales.
Ha abierto la botella especial de chianti que compramos en la Toscana.
Dos sillas. Una frente a la otra.
--Claudia, hay algo que te quiero decir...
--Sí, lo sé. Dame un minuto que me visto.
Me pongo simplemente una camisa larga por encima. No quiero que pase nada. No quiero que piense nada. Sólo quiero cenar y desaparecer. Ya está. Se acabó.
El está sentado en la silla. Sirve vino en las dos copas y me da una.
--Se ha acabado, brindemos por nosotros.
--Sí, lo sé – Y brindo. Y no sé si echarme a reír, a llorar… o qué hacer. Lo sabíamos los dos. Lo dijimos. Sería la última. No más. Ya no.
Me caen dos mechones en la cara, pero no me los aparto. Me protegen. Son mi refugio. Él conoce demasiado bien mis ojos y sabe cómo adentrarse en mí a través de ellos. No, no le dejaré. Esta vez no.
Le sirvo espaguetis. Y empezamos a comer.
Ha puesto música de fondo, mi cd preferido de Portishead, pero apenas se oye con el ruido de la lluvia.
No hablamos. ¿Para qué? Estoy a punto de preguntarle por qué nos tuvimos que conocer, por qué cree que nos ha pasado lo que nos ha pasado, si alguna vez hemos estado enamorados o sólo ha sido esa atracción salvaje lo que nos ha mantenido unidos.. Todas las preguntas van pasando por mi mente sin control... pero me quedo callada. En silencio.

De repente Leo me mira, me atraviesa con sus ojos y siento un escalofrío recorrer todo mi cuerpo.
Se levanta y desaparece. Permanezco inmóvil. No tengo hambre. Sigo bebiendo. Sigo luchando contra mí misma.
Oigo un martillazo y me giro. Está clavando unos ganchos en la pared. Y le grito:
--¿Te has vuelto loco? ¿se puede saber qué estás haciendo?
Pero no me escucha. Y otro martillazo, y otro y otro.
Se acerca por detrás y me susurra:
--Se ha acabado pero hay algo que tenemos que hacer antes de separarnos. Era tu fantasía preferida. Ahora sí lo podemos hacer. Ya no tenemos nada que perder --me besa en el cuello y me levanta de la silla. Me arranca la camisa india que llevo puesta y la camiseta... y las bragas… y el alma… porque sé qué significa. Sigo inmóvil. No sé qué hacer. No quiero pero sí quiero. No quiero pensar…
Ya no oigo la lluvia.
Coge el foulard del sofá y me venda los ojos. No le veo, pero le siento. Siento su calor, sus manos anudando mis muñecas a la pared. Su aliento.
Sin cruzar una palabra. No hacen falta. Sobran las palabras. Me separa las piernas y me ata los tobillos a la pared.
Una pared blanca. Grande. No hay cuadros. No hay nada.

Portishead. Roads.

Ohh, can't anybody see
We've got a war to fight
Never found our way
Regardless of what they say
How can it feel, this wrong
From this moment
How can it feel, this wrong