domingo, 7 de diciembre de 2008

La pequeña estación

La pequeña estación era el nombre de la terraza.
Se lo dijeron hace mucho tiempo. Debía de llevar abierto por lo menos ocho años, pero Luna nunca paraba, siempre pasaba de largo.
Había sido hace ya muchos años, veinte. ¿Cómo medir veinte años? ¿Cómo una eternidad? ¿Cómo un suspiro?
Apenas había subido a Jaca desde que se casó. Luego tuvo una hija, y más tarde otra. Y seguía sin subir. Porque sólo la carretera en coche, las montañas, el pirineo, la calle mayor, las calles estrechas y empedradas, los bares, ahora ya muchos de ellos con otros propietarios, con otra gente, con otras historias… las pastelerías, el olor de la catedral, los paseos, la carretera de Ainsa, su sitio preferido para comer en las Tiesas… todo, absolutamente todo, le recordaba a él.
Hace cuatro años le dijeron que se había ido de Jaca, que había vuelto a su tierra de vientos fuertes y mareas cambiantes. Se había casado. ¿Casado? Si nunca, nunca, nunca se iba a casar… Pero se casó y se fue. Y entonces, ya sin miedo a encontrárselo en cada esquina, Luna comenzó a subir otra vez.
Sabía que ya no estaba y, aun así, caminaba con sus ojos inquietos buscándole entre la gente. Jaca había sido él, sólo él, durante media vida suya. Desde que empezó a saber qué era el amor, y durante diez años de idas y venidas. Siempre él. Y ahora no se acostumbraba a subir y a ser otra. A caminar por esas calles con sus hijas y su marido. Le echaba de menos, a él, y también a ella misma, a la Luna enamorada y loca que había sido… y que en realidad seguía siendo.
Esa tarde de verano, ella estaba sola con sus hijas. Pedro se había adelantado para preparar la cena y Luna se había quedado con las niñas cogiendo moras en la última parte del camino de Santiago antes de entrar en Jaca. Habían estado todo el día por la Garcipollera, caminando, bañándose en pozas y estaban hechas una porquería. Cogieron unas cuantas moras para preparar una tarta en casa.
Venga niñas, vámonos, es tardísimo y estoy agotada. Se subieron al coche y pasaron por allí. La pequeña estación. Otra vez pasaba de largo. Se veía incapaz de parar y de mirar a la cara al íntimo amigo de John. Él era parte de esa Jaca del pasado, de esa Luna que tanto añoraba, de esos sentimientos que no habían desaparecido, que seguían allí, dentro de ella, tan dentro y tan suyos que los podía modelar, y mover, cambiar de sitio, pero no borrar. No, nunca los había podido borrar. Había aprendido a taparlos, a disimularlos… para poder seguir viviendo, para poder seguir levantándose cada día .
Pero esta vez paró. Se tomaría una caña y se iría. Igual no había nadie conocido. Era una hora un poco rara, la terraza estaba vacía. Se sentó en una de las mesas que había fuera y las niñas enseguida se fueron a jugar a unos columpios que había al lado. A los cinco minutos, sintió que alguien le miraba por la derecha. Era Tito, el gran amigo de John. La última vez que lo vio era un surfero de veinte años. Ahora era un hombre. Tenía canas, arrugas que marcaban la intensidad con la que había vivido durante estos últimos años.
- ¡Luna! cuánto tiempo… estás igual… ¿Cómo estás?
-Hola Tito… bien… estoy bien. Tú también estás igual. Madre mía cuántos años han pasado ¿verdad?
- Sí, muchos… - Los dos se habían quedado quietos, uno enfrente del otro. No sabían qué decirse, probablemente sus vidas ya estaban demasiado alejadas de la época que habían compartido.
Tito señaló a las niñas que jugaban al lado, y le preguntó- ¿Estas princesas son tuyas?-
-Sí – y Luna ya no dijo nada más. No le salían las palabras. No sabía dónde estaba.
- Voy a meter todo esto en las cámaras. Te veo en un rato- dijo Tito.
Y se fue. Y Luna no se atrevió a preguntarle por John. Si seguía viviendo en el mismo sitio. Si era feliz.
Pidió la cuenta a un camarero. Y trajo un plato con el ticket y una postal de La pequeña estación con los conciertos del verano y algo manuscrito en la parte de detrás. Su pulso se disparó, las orejas le ardían. El pecho le subía y bajaba precipitadamente, al ritmo de una respiración fuera de sentido, fuera de la realidad, fuera del presente.
Las niñas seguían jugando en los columpios. Ella lloraba y releía las palabras que le había escrito Tito: “John se separó. Ahora vive en París. Su tel es: 331 43455565. Siempre te quiso.”

2 comentarios:

PHAROS dijo...

PRECIOSA HISTORIA EL FINAL QUE COMIENZA UNA NUEVA HISTORIA DIME QUE LUNA SE VA A PARIS O NO??????
UN BESO

Paloma Sainz dijo...

Luna se va a París, pero se da cuenta de que John ya no es la persona q ella recordaba, ni ella la Luna q era cuando estaba con él. Pero ese viaje a Paris sola le sirve para darse cuenta de muchas cosas. Le sirve para hablar con ella misma. A su vuelta habla con Pedro y se separan. Y pasado un tiempo se encuentra con Jose, un amigo suyo desde que eran pequeños y al que no veía desde hacía un montón de tiempo. Empiezan quedando a tomar un café, luego a comer, luego a cenar y acaban viviendo juntos, y felices, xq son como son, y no lo que se espera que sean. Se aman y caminan juntos, son compañeros de vida y grandes amantes :)